EVA PERON – Gira italiana: El Vaticano
Era el 27 de junio de 1947, viernes, faltaban minutos para la diez de la mañana y un sol de justicia caía sobre Roma. Como si fuera una carroza real, el Cadillac negro y descapotado recorría las sinuosas calles romanas conducido por un chofer de librea. El auto estaba reluciente y recién encerado, y sus únicos ornamentos eran los dos banderines blancos y amarillos que flameaban sobre los guardabarros delanteros. Otros tres coches, también negros y lustrados, lo seguían a paso de persona. Faltaban minutos para la diez de la mañana y un sol de justicia caía sobre Roma. Lentamente la caravana dejó el tránsito del corso Vittorio Emanuele, y doblando hacia la derecha tomó la callejuela de Sancti Spirito para cruzar el Tíber por el Ponte Sant´Angelo. El castillo circular, fortaleza papal en otros tiempos, apenas si mereció una mirada de la mujer rubia y vestida de negro, adornada con mantilla y una gran cruz, que detuvo sus ojos sobre el ángel con trompeta que coronaba la cúpula.
Mire, señora – le dijo el embajador Ocampo Jiménez – eso que está allá adelante es la plaza y la basílica de San Pedro. El Vaticano.
Cuando el Cadillac y los coches que lo seguían llegaron a la explanada de la plaza de San Pedro, dejaron el obelisco a la izquierda y estacionaron a la sombra de la columnata de Bernini. Un pelotón de la Guardia Suiza, con sus uniformes de la Edad Media a gruesas rayas verticales, flanqueaba la alfombra que subía las escaleras.
Un hombre de edad incierta se adelantó a su grupo y esperó impaciente que abrieran la puerta del auto. Vestía un traje oscuro de gala, donde llevaba prendidas dos condecoraciones, un collar adornado con una cruz, y un cuello redondo blanco y ancho. Bajo el capote llevaba una banda púrpura que le cruzaba el pecho y unos calzones cortos, medias largas y zapatos de hebilla. Tenía el pelo blanco, una barba en candado y un gran parche negro sujeto con una vincha, como si fuera un pirata, le tapaba el inexistente ojo derecho. Ocampo Jiménez hizo la presentación: - El príncipe Alessandro Ruspoli, Gran Maestre del Sagrado Hospicio. La señora María Eva Duarte de Perón, esposa del presidente de la Repùblica Argentina.
Ruspoli hizo una reverencia y rozó con sus labios la mano tímida que Evita le ofrecía. Después señaló la alfombra roja que flanqueaban los guardias suizos con sus alabardas, y dijo en español: - Si me acompaña, señora... Su Santidad la está esperando.
Eva Perón que ya llevaba dieciocho minutos haciendo esperar en su biblioteca al papa Pío XII, se había quedado dormida aquella mañana en sus habitaciones de la embajada argentina en Piazza Spagna , todavía se demoró un momento mirando el edificio lujoso e imponente, y después se dejó guiar por los gastados escalones de piedra hacia la puerta de roble de seis metros de altura que llevaba al interior fresco y oscuro de la basílica. Detrás de ella, como si fueran feligreses de una corta procesión, la seguían su hermano Juan, la comitiva, el embajador Ocampo Jiménez y el puñado de nobles vaticanos que habían salido a recibirla. Después del saludo, el Gran Maestro la condujo hasta el patio de San Damaso, y allì se agregó a la comitiva el secretario de la Santa Congregación del Ceremonial, monseñor Bianiamino Nardoni.
Precedidos por cuatro sediari y cuatro guardias suizos, Eva y sus acompañantes caminaron hasta el salón San Clementino, donde esperaban otros tres cardenales, media docena de miembros de la corte vaticana encabezados por el príncipe León Massino y el jefe de la Guardia Suiza, quien le rindió honores. Después atravesaron una serie de antecámaras adornadas con pinturas y esculturas, y llegaron hasta la pesada puerta que conducía a la biblioteca papal. Nardoni golpeó suavemente con sus nudillos y fue el propio Papa quien abrió.
La entrevista entre Pío XII y Eva Perón duró exactamente veinte minutos, quince de los cuales estuvieron a solas. Sobre lo que allí hablaron hay una sola versión (la de Eva). El relato que Eva hizo de su visita al Papa fue brevemente contado años más tarde por Perón: “Entrando a la plaza de San Pedro, me dijo, tuve la impresión de estar entrando en otro mundo. Roma parecía lejana, a miles de kilómetros, y casi no se sentían ni rumores. En el Vaticano todo era quietud, silencio, orden maravilloso. Aquel pequeño Estado que vive en torno a una majestuosa basílica es un continente. El Papa me pareció una visión. Su voz era como un sueño, apagada y lejana. Me dijo que seguía tu obra, que te consideraba un hijo predilecto y que tu política ponía en práctica de manera más elogiable los principios fundamentales del cristianismo”
Cortesía de Carlos Vitola Palermo de Rosario, Santa Fe, República Argentina y cedidas expresamente para esta página por la BIBLIOTECA ARGENTINA "DR. JUAN ALVAREZ", Municipalidad de Rosario, Santa Fe, ARGENTINA.
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